Como ya he explicado, mi emancipación, lejos de suponer la pérdida de peso que yo había previsto, me condujo a ganar unos cuantos kilos más. Y en parte, la culpa fue de mi amigo Ambrosio. A Ambrosio y a mí nos contrataron al mismo tiempo en el centro escolar donde aún hoy seguimos trabajando. Él también era soltero, joven, y de fuera; tenía un peculiar sentido del humor, ingenioso, rápido, mordaz, a veces hasta rozando lo cruel. Ambrosio es algo más bajito que yo, y estaba bastante rechoncho. Pero como él mismo solía decir "yo, comiendo, soy feliz". Ambrosio me escuchaba, escéptico, cuando le contaba mis propósitos con alguna nueva dieta. Él me decía que podía portarse bien con la comida durante la semana, pero que el fin de semana, en casa de sus padres, no podía privarse, así que pensaba que para él era imposible hacer dieta. Hasta que un día eso cambió. En mi opinión, el desencadenante del cambio pudo ser una pareja que tuvo Ambrosio, que le sugirió que tenía que perder. Curiosamente, mientras comenzaba a perder peso y se apuntaba a un gimnasio, también empezó a distanciarse de mí y de otros buenos amigos suyos. En los pocos momentos que durante ese periodo hablamos del tema, él me confesó que había días enteros que solo comía una manzana y un vaso de leche de soja. Le costaba ocultar lo orgulloso que se sentía de ello. Además, solía ir a diario al gimnasio, una hora de máquinas y otra de aerobic o cardiobike. De ser el adalid del sedentarismo, de la comida abundante y de la ausencia de complejos… Ambrosio llegó a rozar la anorexia. Su mayor obsesión, una vez conseguida su esquelética nueva figura, fue mantenerla. Y con bastante éxito hasta el día de hoy, pues ha vuelto a coger unos pocos kilos que han mejorado enormemente su aspecto. Se le ve delgado, pero sano, y hasta más contento.
Ambrosio me brindó uno de los momentos bomba más destructivos que recuerdo. Pasaba yo junto a una terraza en la que él tomaba un refresco con dos amigas (a las que yo no conocía). Ambrosio me llamó y me hizo señas para que me acercase. Me presentó a sus dos amigas, y con esa sorna cruel que lo caracterizaba, comenzó a decir: “¿Veis? Está estupendo, ¿verdad? Muy bien, muy bien, sigue así” (decía, sin dejar de mirarme la tripa). Él se reía, mientras que las otras dos chicas, azoradas, supongo que conscientes de a qué se refería nuestro amigo, me miraban simulando no entender qué decía. Ambrosio insistió: “¿No veis cómo está?” Yo no me podía creer que eso estuviese pasando. Una de las chicas, creo que avergonzada por la crueldad de Ambrosio, aún dijo: “¿Y cómo está? ¿Qué le pasa?”. Ambrosio seguía riendo: “Pues eso, está estupendo”. Y se reía. Mantuve el tipo los segundos justos para decir que tenía un poco de prisa y para despedirme con cierta dignidad. Pero aquello me hundió. No solo porque era la última constatación de que estaba gordo, sino por volver a sentirme centro de la burla de alguien por la misma razón. Aquello no solo fue un punto de inflexión en mi percepción de Ambrosio, sino también en mi percepción de mí mismo. Decidí releerme La antidieta, y de paso, devorar con fruición todos los libros sobre alimentación, nutrición y dietas que cayesen en mis manos.
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