Free counter and web stats

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Gracias 2008. ¡Bienvenido 2009!

Tengo un ratillo antes de la gran cena de nochevieja para escribir apenas unas líneas de agradecimiento al año que está a punto de acabar, y dar la bienvenida al 2009. En mi caso, suelo utilizar este día (y sobre todo estas últimas horas) para hacer balance del año transcurrido. Desde luego, no pretendo aquí nada parecido. Quiero simplemente dejar patente mi agradecimiento por el año vivido, y unos cuantos deseos para el que está a punto de entrar.

Que seamos capaces de saber lo que importa en la vida y lo que no, que sepamos querernos a nosotros mismos, independientemente de lo que pesemos, y que -sobre todo- sepamos ser luz para los que no ven, calor para los que pasan frío, agua para los que pasan sed y pan para los que pasan hambre. Que si somos tolerantes con los demás, lo seamos también con nosotros mismos, y que no nos exijamos lo que jamás se nos ocurriría exigir a nadie.

Y para terminar con una sonrisa, y espantar el inevitable tono sentimentaloide que me acaba de embargar, que en este nuevo año 2009 las básculas nos sean benévolas y propicias, que seamos constantes con nuestras dietas y hagamos gala de una fuerza de voluntad digna de encomio. (Yo, a estas horas, aún no he decidido si empiezo "de verdad" mañana día 1 -cuando mis padres piensan preparar su deliciosa fideuá-, o total, ya empiezo el 2, porque de todos modos, el día 1 no es más que la coletilla final de 2008. Y eso que esta tarde me he ido a comprar algo para estrenar esta noche, y después de verme en los espejos, a punto he estado de tirarme de cabeza al Ebro. En fin. Que ya os contaré qué pasa).

Un abrazo a tod@s, pasadlo bien esta noche y ¡¡FELIZ 2009!!

martes, 30 de diciembre de 2008

Navidad, blanca (y carbohidratada) Navidad...


Así pues, aun con unos pocos días de retraso, les dije adiós a los hidratos de carbono "malos", y en unos meses había bajado de 93.8 a 82, prácticamente 12 kilos, sin sensación de hambre, exultante de energía y vitalidad. Mi amigo Juan llegó a perder no sé si 13 ó 14 kilos, con idénticos buenos resultados. Tanto en su caso como en el mío, las analíticas de sangre fueron mejores que otras anteriores en casi todos los parámetros: la única salvedad fue el ácido úrico, que a los dos nos aumentó ligeramente, pero sin que ello nos ocasionase problema alguno. Aplicábamos con devoción casi religiosa los principios de Atkins (e incluso amenazamos a los demás con irnos en peregrinación al sepulcro del cardiólogo norteamericano). Si salíamos con amigos de tapeo, prescindíamos de todo lo que llevase patata, harina, pan, etc. Pero como escribió hace poco Elvira Lindo, eso de "salir de tapas" es como llamamos en realidad a comernos un cerdo a base de cañas. Y si eliminamos de la ecuación las cañas, y las cambiamos por cocacola light (o un poco de vino tinto de vez en cuando), pues por Atkins no hay ningún problema. Incluso en ocasiones especiales nos permitíamos algún cubata, eso sí, regado también con cocacola light.

Fue un proceso divertido, con sus propios rituales. Por ejemplo, orinar cada mañana sobre la consabida tira reactiva para la detección de acetona, pequeño rito que la mayor parte de las veces suponía un pequeño triunfo y una gran motivación. Además, descubrimos la "faseolamina", nuestra aliada cuando en alguna quedada con amigos sospechábamos que terminaríamos cenando en un italiano y no íbamos a poder escapar de la pasta y la pizza. No sé si esta fibra de judía será muy efectiva (tengo la sensación de que sí), pero desde luego, ayuda a pasar el mal rato con menos sentimiento de culpabilidad.

La Navidad del 2007 no supuso más que un pequeño parón en la pérdida de kilos, pero me porté bastante bien. Cuando dejé de fumar, el día 2 de febrero de 2008, pesaba en torno a los 82-83 kilos. No me fui difícil mantener ahí al principio, pero poco a poco empecé a levantar el pie del acelerador. Supongo que mi cabeza me decía "venga, lo estás haciendo muy bien con lo del tabaco, puedes permitirte unos cuantos carbohidratos de vez en cuando". Sin darme cuenta, los caprichitos empezaron a ser cada vez más frecuentes. En verano, no pude evitar darme a la rica y fresca cañita, un día sí y otro también. Y cada vez me iba volviendo más y más permisivo.

Los kilos fueron aumentando muy despacio, al principio, de forma casi imperceptible, el típico kilito o par de kilitos que sabes que te puedes quitar en unos pocos días. Pero no hacía nada por quitármelos. Las pre-Navidades de este año han sido especialmente nefastas, con un abandono total de los principios que me habían llevado al éxito. La última vez que me pesé, hace ya un par de semanas, estaba cerca de los 89. Desde entonces, decidí que iba a pasar la Navidad como buenamente pudiera, y que después, volvería a empezar de nuevo...

Todo el mundo sabe que, aunque estemos en Navidad, a toda Pasión le sigue su Resurrección. Así que aunque sea con retraso... ¡Feliz Navidad!


domingo, 21 de diciembre de 2008

Sé lo que comisteis el último verano...


Corría el verano del 2007. Después de haberme leído con avidez La nueva revolución dietética del doctor Atkins, no quise cometer el mismo error que don Quijote cuando salió por primera vez a desfazer entuertos: hacerlo él solo. Como no tardó en comprender el ingenioso hidalgo manchego, para ciertas cosas se necesita un compañero de aventuras y desventuras, un escudero, en su caso. Yo decidí que tenía que embarcar a alguien más en mi "plan" (cuando emprendo algo importante me gusta embarcar siempre a alguien más), y encontré a ese alguien en mi amigo Juan. Solo que aquí, en cuanto a porte, los dos nos asemejábamos más al orondo Sancho Panza que al caballero de la triste figura.

Después de tanto oírme hablar del dichoso libro, mi amigo Juan decidió leérselo. Pasamos horas comentando lo que nos parecía todo aquello, y como faltaba poco para "la semana en la playa" (la última semana de agosto, en la que cada año unos cuantos amigos intentamos juntarnos), nos resultó fácil poner una fecha a partir de la cual nos pondríamos los dos mano a mano con la "dieta Atkins". Empezaríamos en septiembre. Eso sí, haríamos de "la semana en la playa" una auténtica "despedida de los carbohidratos", un festival de todo aquello de lo que nos tendríamos que privar durante una larga temporada.

Con la aquiescencia de los demás, Juan y yo nos encargamos de dirigir la macro-compra del primer día, y así pudimos hacer acopio de todas las posibles variantes de hidratos de carbono "prohibidos": croissants, tostadas y galletas para el desayuno, pasta y pizza como ingrediente principal para varias comidas y cenas, pan sin medida (de barra, tostado y de molde), y para picotear, ganchitos con sabor a cacahuete y patatas fritas. Como bebida, un poco de vino tinto, mucha cerveza y algo de gaseosa para mezclar. Todo ello adornado con un poco de ensalada y fruta, más decorativa que otra cosa. Ah, y cocacola, eso sí, light, para compensar.

Si alguien se alegró de que acabase aquella semana, sin duda fueron nuestros islotes de Langerhams, que aunque suene a simpático archipiélago ártico, en realidad son el pintoresco nombre que reciben las células del páncreas encargadas de la producción de insulina. Debieron de quedar exhaustos, los pobres.

Tal como nos habíamos juramentado ante numerosos testigos, el día 1 de septiembre tendría que haber sido el día D, el Big Bang de la lipólisis. Pero en mi caso, no lo fue. Ni ese, ni el siguiente ni el otro. El día que empecé de verdad fue el día que Juan me contó que él sí había comenzado el día 1, y que había perdido dos kilos en esos cuatro días. Él estaba exultante, y yo, celoso. Al día siguiente, recibí una inyección adiconal de motivación: al pesarme, me di cuenta de que había alcanzado los 93.8 kilos. Había batido todos mis récords. Era hora de pasar página al verano y a los hidratos de carbono.

sábado, 20 de diciembre de 2008

San Robert Atkins


Sin duda alguna, después de La antidieta, el libro que consiguió volver a encenderme el oculto chip de la motivación fue La nueva revolución dietética del doctor Atkins. El título me sonaba, porque mi madre, siendo yo adolescente, ya se había leído la primera edición de la obra. Siendo yo todavía un fervoroso seguidor de La antidieta, mi madre me contó, a su modo, los principios de Atkins. Sus palabras me parecían una auténtica herejía. Por lo que me decía mi madre (ofreciendo una idea bastante distorsionada pero muy extendida de lo que proponía Atkins), su método se basaba en eliminar el consumo de azúcar, fruta, hidratos de carbono, almidón, etc., y dar prioridad a las proteínas y grasas, es decir, a carnes, pescados, mariscos, huevos, etc. Es decir, casi lo diametralmente opuesto a mi Antidieta. Por supuesto, no hice ningún caso a tan descabellados presupuestos. Y las pocas veces que volví a oír hablar de Atkins fue siempre para oír críticas demoledoras.

Pero después de aquel momento bomba con mi amigo Ambrosio, en las estanterías de ciertos grandes almacenes fui a dar con una edición económica del famoso libro de Atkins. Recordé que mi madre me había hablado de él, recordé que las teorías de Atkins habían sido tan vituperadas como las de La antidieta (algo que unía a unas con las otras, a pesar de su antagonismo), pero decidí que por leer ese libro no me iba a aumentar el colesterol ni iba a morir inmediatamente de alguna terrible dolencia cardiaca (a pesar de lo que había oído o leído de algunos de los detractores del dichoso librito). Leerme ese libro fue lo más parecido a una revelación.

Independientemente de que los lectores y lectoras de este blog estén en acuerdo o desacuerdo con las teorías del doctor Atkins, habrá que admitir que es prácticamente el único libro popular de dietas que dedica varias decenas de páginas a citar los artículos científicos en los que se respaldan las afirmaciones que se hacen en el libro. No hablo de citar algún título aquí y allá, no. Hablo de cientos de referencias a estudios publicados en revistas científicas... pero sobre todo, hablo de mi propia experiencia personal.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Mi amigo Ambrosio u otro momento bomba.

Como ya he explicado, mi emancipación, lejos de suponer la pérdida de peso que yo había previsto, me condujo a ganar unos cuantos kilos más. Y en parte, la culpa fue de mi amigo Ambrosio. A Ambrosio y a mí nos contrataron al mismo tiempo en el centro escolar donde aún hoy seguimos trabajando. Él también era soltero, joven, y de fuera; tenía un peculiar sentido del humor, ingenioso, rápido, mordaz, a veces hasta rozando lo cruel. Ambrosio es algo más bajito que yo, y estaba bastante rechoncho. Pero como él mismo solía decir "yo, comiendo, soy feliz". Ambrosio me escuchaba, escéptico, cuando le contaba mis propósitos con alguna nueva dieta. Él me decía que podía portarse bien con la comida durante la semana, pero que el fin de semana, en casa de sus padres, no podía privarse, así que pensaba que para él era imposible hacer dieta. Hasta que un día eso cambió. En mi opinión, el desencadenante del cambio pudo ser una pareja que tuvo Ambrosio, que le sugirió que tenía que perder. Curiosamente, mientras comenzaba a perder peso y se apuntaba a un gimnasio, también empezó a distanciarse de mí y de otros buenos amigos suyos. En los pocos momentos que durante ese periodo hablamos del tema, él me confesó que había días enteros que solo comía una manzana y un vaso de leche de soja. Le costaba ocultar lo orgulloso que se sentía de ello. Además, solía ir a diario al gimnasio, una hora de máquinas y otra de aerobic o cardiobike. De ser el adalid del sedentarismo, de la comida abundante y de la ausencia de complejos… Ambrosio llegó a rozar la anorexia. Su mayor obsesión, una vez conseguida su esquelética nueva figura, fue mantenerla. Y con bastante éxito hasta el día de hoy, pues ha vuelto a coger unos pocos kilos que han mejorado enormemente su aspecto. Se le ve delgado, pero sano, y hasta más contento.


Ambrosio me brindó uno de los momentos bomba más destructivos que recuerdo. Pasaba yo junto a una terraza en la que él tomaba un refresco con dos amigas (a las que yo no conocía). Ambrosio me llamó y me hizo señas para que me acercase. Me presentó a sus dos amigas, y con esa sorna cruel que lo caracterizaba, comenzó a decir: “¿Veis? Está estupendo, ¿verdad? Muy bien, muy bien, sigue así” (decía, sin dejar de mirarme la tripa). Él se reía, mientras que las otras dos chicas, azoradas, supongo que conscientes de a qué se refería nuestro amigo, me miraban simulando no entender qué decía. Ambrosio insistió: “¿No veis cómo está?” Yo no me podía creer que eso estuviese pasando. Una de las chicas, creo que avergonzada por la crueldad de Ambrosio, aún dijo: “¿Y cómo está? ¿Qué le pasa?”. Ambrosio seguía riendo: “Pues eso, está estupendo”. Y se reía. Mantuve el tipo los segundos justos para decir que tenía un poco de prisa y para despedirme con cierta dignidad. Pero aquello me hundió. No solo porque era la última constatación de que estaba gordo, sino por volver a sentirme centro de la burla de alguien por la misma razón. Aquello no solo fue un punto de inflexión en mi percepción de Ambrosio, sino también en mi percepción de mí mismo. Decidí releerme La antidieta, y de paso, devorar con fruición todos los libros sobre alimentación, nutrición y dietas que cayesen en mis manos.

Los momentos bomba.

¿Que qué es un momento bomba? Un momento bomba es, por ejemplo, cuando un día te encuentras en el autobús a esa antigua profesora que te dio clase en la EGB y va la bruja y te dice, con voz bien fuerte: "¡Pero si eres tuuuú! ¡Te has engordado tanto que casi no te conozco!" Lo juro. Así fue. Y puedo jurar que el resto de pasajeros, hasta ese momento absortos en sus pensamientos o en el paisaje urbano que pasaba veloz más allá de las ventanillas, me miraron fijamente con cierto aire de piadosa conmiseración. Sé que me puse rojo porque sentí el rubor en mis mejillas, y porque a punto estuve de devolverle el golpe bajo respondiéndole que ella también había envejecido tanto que casi no la había conocido yo. Pero me limité a cambiar de tema y a bajar en la siguiente parada, aunque para la mía faltaban dos o tres más. Eso es un momento bomba, por ejemplo.


Generalmente, los momentos bomba no son tan aparatosos como el que viví aquella vez en el autobús. Pero incluso siendo más discretos, son igualmente demoledores. A veces un momento bomba puede ser ver tu imagen reflejada en el cristal de un escaparate. Cuando uno está excedido de peso, tiende a ser demasiado benévolo consigo mismo. Se mira en el espejo de la entrada de casa, mirándose de frente, con ropa amplia (favorecedora, cree), y piensa “pues me habré engordado, pero me encuentro fantástico”. Y uno va creyéndose ese pensamiento, hasta que un escaparate te devuelve un perfil menos favorecedor. Al principio, durante las primeras milésimas de segundo, no te das cuenta de que esa persona que te parece tan gorda eres tú mismo. A partir de ese momento, ya no es posible engañarse, pensando en que el cristal presenta tu imagen deformada, o que la luz de la calle es menos favorecedora. Se acabó el encantamiento. Eres consciente de cómo te ven los demás. Hace falta haberlo vivido para saber lo horrorizado que se siente uno cuando le sucede algo así. Imagino que en algún momento mi amigo Ambrosio debió de sentir algo parecido. Nunca me lo contó, pero puede explicar algo de su historia.


miércoles, 10 de diciembre de 2008

Los problemas crecen... ¿o son los kilos?

Cuatro años después de mi emancipación, había alcanzado los 87 kg., cuatro más sobre los que ya me había cogido en Palermo. Y fue justo entonces cuando se cruzó en mi vida otro libro: Es fácil dejar de fumar (si sabes cómo), de Allen Car. ¡Era increíble! ¡Ese libro me estaba haciendo sentir (esta vez respecto al tabaco) esa chispa, esa motivación, que había encontrado por primera vez en La Antidieta! Por supuesto, dejé de fumar. Efectivamente, como prometía el libro, no me costó dejarlo, no me sentí angustiado en ningún momento. Eso sí. Nueve meses después, cuando volví a fumar, me había echado encima otros seis kilos más. Es decir, estaba llegando a los 93 kg. No sé hasta qué punto influyó el tema del peso en que volviese a fumar. El médico me había dicho que no me preocupase, que esos seis kilos eran los más sanos que me había cogido nunca, y que ya los perdería. Es verdad que yo le fallé al bueno de Allen (el libro decía que "ni un cigarro más, nunca", y yo no creí posible que "por sólo uno más" fuera a pasar nada... y sí, pasó, pasó), pero Allen no me había dicho del todo la verdad cuando me dijo que con su método uno no se engordaba. Es cierto que yo no sentí esa ansiedad que se suele sentir cuando dejas de fumar, es cierto. Pero engordé.



En total, desde que empecé a interesarme y preocuparme por mi peso, había pasado de 78 kg. a casi 93, en algo más de diez años. Luego acudí a una dietista de la que me habían hablado bien, y también con una dieta saludable y llevadera conseguí rebajar unos diez kilos. En un margen de un par de años los recuperé todos, eso sí.

De todos modos, todo esto no era tan catastrófico como pueda parecer numéricamente, porque no sé por qué endemoniada razón, en el día a día no me veía "gordo", me veía "yo". De hecho, era de esas personas que en sus relaciones sociales se permitía el lujazo de bromear con su propio peso. Por un lado, me parece que es síntoma de una envidiable sanidad mental, pero por otro, da pie a que algún desconsiderado se permita hacer bromas no con su peso, sino con el tuyo, y eso puede dar al traste con la más envidiable de las saludes mentales, especialmente cuando a uno le pesa su sobrepeso (valga tan estúpido y previsible juego de palabras).

Ahora que he nombrado de pasada a los desconsiderados (y desconsideradas) que bromean con el peso ajeno, me gustaría referirme a lo que podríamos llamar "los momentos bomba", esos momentos en los que te haces dolorosamente consciente de que los demás parecen recobrar la vista y descubrirte -como si tú no lo supieras- lo gordo que estás respecto a como ellos te recordaban). Desolador, ¿no? Otro día lo cuento...

martes, 9 de diciembre de 2008

El "panino di panelle" o el apocalipsis siciliano...

Cuando comencé el último año de carrera, seguía pesando aproximadamente como en el instituto, unos 77-78 kg. Pero ese curso se me concedió una beca del programa universitario europeo Sócrates-Erasmus para estudiar unos meses en la Università degli Studi di Palermo (Italia). Los tres meses que pasé en Palermo fueron maravillosos, y muy importantes para mí.

En Palermo estaba alojado en el Convitto Marconi, una residencia universitaria muy cerca del campus, en via Monfenera; a medio camino entre la residencia y la facultad, había un puesto de comida callejero, donde descubrí uno de los manjares de la comida popular siciliana: el panino (bocadillo) de panelle. Las panelle son una especie de tortitas de harina de garbanzo, cuyo peculiar sabor adoraba, y que se comían en un bocadillo tipo burguer. Casi cada día caía uno de esos paninos, a veces de camino a la mensa (comedor), que estaba en el propio campus. Por la noche, en la mensa hacían una pizza riquísima en horno de leña. Algunos días, en lugar de ir a la mensa, preferíamos comernos algo por ahí (por ejemplo, unas arancine, una especie de bolas de patata rellenas de arroz). En fechas próximas a la Navidad, también conocí las frutas de mazapán (típicas de Sicilia) y el panettone.

Volví a Zaragoza justo para Navidad, y entre los kilos que me traje de Palermo y la puntilla que supuso la Navidad, me había plantado en 83 kg. Creo que ya no conseguí bajar mucho más de ahí. Acabé aquel año la carrera, al año siguiente tuve un trabajo a media jornada en una agencia inmobiliaria que me permitía obtener un dinerillo mientras estudiaba el CAP (un curso de especialización pedagógica para poder trabajar de profesor). Y después, llegó la ansiada emancipación. Y lejos de perder ni un solo kilo de aquellos que me eché encima en Palermo, fui echándome alguno más, al parecer, de forma casi imperceptible para mí o para la gente que me veía con asiduidad. O eso creía yo.

El dichoso panino di panelle... aaay, ¡qué a gusto me comía uno ahora!

Mi abuela, o la anti-Antidieta

En mi casa, la cocinera era mi abuela, que además de buena cocinera, era una mujer criada en las penurias de la posguerra española. Para ella, como para muchas mujeres de su tiempo, la comida buena y abundante, muy abundante, era el más preciado símbolo de amor que podía dar a sus hijos y nietos. Yo, sin ningún convencimiento, aseguraba que en cuanto me fuera de casa me sería mucho más fácil no caer en esas tentaciones gastronómicas que, a todas luces, violaban los principios que tanto peso me habían permitido perder.

Estaba claro que mi abuela no comulgaba demasiado con ciertos principios de mi sagrada Antidieta. Con otros sí; en mi casa, la verdura era primer plato obligado a diario, la ensalada, un maná inagotable, pero también eran abundantes las legumbres, la carne, el pescado... y algún día, arroz, pasta... Pero, en mi casa, como es tradicional en Aragón, y en el resto de España igual, la fruta siempre se comía después de la comida, como postre, independientemente de que también se pudiese comer entre horas. Pero la adecuada combinación de los alimentos, a mi abuela, le sonaba a chino. Así que yo pretendía convencerme de que el día que me emancipase, perdería los kilos de sobra.

(Nada más lejos de lo que había de ocurrir realmente, por supuesto).


(La imagen no es de mi ya difunta abuela, la he bajado de internet porque me ha parecido graciosa y significativa de lo que pensaba ella sobre mis teorías...)

lunes, 8 de diciembre de 2008

La antidieta.




Como tendré ocasión de explicar más adelante, La antidieta supuso para mí una verdadera conmoción. Recuerdo que empecé a leer el libro por la noche, al irme a la cama, y que su lectura me desveló. Sólo la interrumpí para levantarme a medianoche a coger una manzana del frigo. Aquel libro, de algún modo, cambió mi vida. Hice míos los principios de la higiene natural que de forma tan convincente explican los autores, y perdí los kilos que me sobraban, pero sin pasar absolutamente nada de hambre, sintiéndome muy bien.

La gente que me veía después de un tiempo me preguntaba si es que había estado enfermo, y no porque presentase mal aspecto, sino porque constataban una pérdida de peso importante. Me sentía orgulloso de mí mismo. Aquel libro no sólo me había dado unas claves saludables y efectivas de cómo perder peso, sobre todo me había inyectado una dosis bestial de motivación que me iba a convertir en un paladín de sus principios entre mis familiares y amigos.

El tiempo fue pasando, e imagino que de alguna manera dejé de seguir esos principios. De vez en cuando he vuelto a releer parcialmente el libro, no por recordar su contenido (que nunca he olvidado), sino por volver a sentir esa "chispa", esa motivación, que años atrás me había permitido perder peso. Pero no la encontré. Y luego la he estado buscando en todos y cada uno de los libros de dietética que han caído en mis manos. En un par de ellos la volví a encontrar.

De cómo empezó todo (en mi caso).


Yo no tengo formación académica alguna en diétetica, nutrición, biología o química. Bueno, hice un cursillo por correo, y he leído muchos libros sobre diferentes dietas, pero supongo que eso no cuenta como "formación académica". Yo, en realidad, soy filólogo, y se supone que de lo que yo sé es de lengua, de literatura,y esas cosas.

Pero entre las numerosas virtudes con las que la naturaleza (o la genética familiar) tuvo a bien adornarme, la que aquí interesa es cierta propensión a engordar. Así que sin ser médico ni profesional de la dietética, me considero apto para contar mis experiencias, sentimientos y neuras en relación al sobrepeso y mis opiniones sobre los libros que escriben los que sí son médicos y expertos. (Curiosamente, las mayores excentricidades que he leído sobre dietas las han escrito profesionales del ramo).

Con el paso de los años, me fui dando cuenta de que esa propensión al sobrepeso se iba materializando. No sé en qué momento empecé a preocuparme por mi peso, pero recuerdo que cuando estudiaba COU (el equivalente al actual 2º de Bachillerato), pesaba 78 kg, y medía 1.75 m., aproximadamente, y yo ya no estaba conforme con mi peso. Ahora que voy a cumplir 33 años, puedo afirmar que desde entonces no he crecido ni un solo centímetro, y que peso unos diez kilos más. Y me pregunto cómo podía entonces estar disconforme con mi peso. Ahora...¡pagaría por volver a él!

Indagando en mis recuerdos, recuerdo que mi madre por entonces ya había descubierto el excitante mundo de las dietas. Iba a un reputado médico dietista de nuestra ciudad. El proceso de mi madre con aquel doctor era el siguiente: se ponía a dieta, tomaba no sé qué pastillas, y perdía kilos. Después dejaba de ir al médico, y volvía a engordar lentamente los kilos perdidos.

Pero mi entrada apoteósica en el mundo de las dietas no se produjo de la mano de ningún dietista, sino de un libro (oh, sí, mi primer libro de diética,) que paradójicamente se titulaba La antidieta. A Don Quijote le sorbieron el seso los libros de caballerías. A mí me lo sorbieron los libros de dietética. Y aquí estamos, luchando siempre, contra los molinos de viento, o contra los del sobrepeso, o qué sé yo...




Un blog para los amigos y amigas de las dietas.



Este blog está dedicado a toda la gente que, desde que tiene uso de razón, ha estado haciendo dieta en un momento u otro de su vida, y que además, lo vive como algo positivo y divertido, y no como un trauma. Está dedicado también a quien periódicamente visita con devoción las estanterías de nutrición de las librerías, esperando encontrar la última novedad editorial, ese libro que finalmente nos ayude a alcanzar la esbelta figura que todos y todas sabemos que llevamos dentro.

Este blog no pretende convertirse en un consultorio médico, ni siquiera dietético; aquí solo aspiro a compartir experiencias y anécdotas con quienes os vayáis asomando, siempre con un toque de (buen) humor, para reírnos un poco de nosotr@s y de nuestras neuras. Ni que decir tiene que me encantaría que dejarais vuestros comentarios. Así que ya solo me queda decir: Bon appetit!!